La necesidad de discriminar qué es lo normal y qué es lo patológico en el campo de la sexualidad humana y la polémica sobre ello es un tema que excede el campo de la psicología por su relevancia social. Por ejemplo, cuando se trata de la cuestión de la homosexualidad y de la lucha de los homosexuales por su reconocimiento y aceptación social y el reclamo de derechos hasta ahora “privativos” de los normales, como la paternidad o el reconocimiento de las parejas de hecho con fines hereditarios, de pensiones, etc, el establecimiento de estos límites entre lo normal y lo patológico impone a la sociedad y a la psicología una responsabilidad de largo alcance.
Y cuando nosotros, terapeutas, sentados en la intimidad de nuestras consultas, escuchamos la historia de nuestros pacientes; hay, dentro de nosotros, juicios y prejuicios acerca de lo que es normal o no lo es y de lo que debe ser tratado o no como patológico.
Desde los primeros postulados de Freud acerca de la perversión, ha habido numerosos estudios que continuaron desentrañando sus orígenes y su dinámica. Freud hacía ya una distinción entre la homosexualidad y las formas heterosexuales de sexualidad desviada. En ambos casos lo definió como “una desviación del objeto sexual o de la meta sexual original”. Llamó inversiones a las homosexualidades, dado que se trata de una inversión en la elección del objeto sexual hacia los sujetos del mismo sexo. Y llamó perversiones a las otras formas de sexualidad como el fetichismo, las prácticas sadomasoquistas, etc, que se entienden ahora como tentativas complicadas de mantener alguna forma de relación heterosexual.
Postulaba que se trataba de partes de la sexualidad infantil que no se habían canalizado a través de la genitalidad por una falla en el desarrollo. Aquello que en la neurosis iba a ser contenido por la represión e integrado en la sexualidad genital como placer preliminar, se desplegaba como tal en la sexualidad perversa como único acto sexual en sustitución de la sexualidad genital. Lo que en el neurótico permanece en el inconsciente o en la fantasía, la sexualidad perversa lo actúa en la realidad.
Aunque esta formulación resulta ahora algo primitiva, “tiene el mérito de quebrar la noción de una actividad sexual unívoca, sacando a la perversión de los oscuros pasillos de la degeneración… Es importante advertir que las “desviaciones” no emergen, entonces, como resultado de una fatalidad, ni como una monstruosidad, sino como posibles destinos en el proceso de construcción de la identidad subjetiva.”
La evolución de los estudios sobre los bebés y los niños, que van permitiendo entender cómo se construye la identidad subjetiva y la identidad de género, así como el efecto de los traumas sobre ellas, nos van orientando hacia una mayor comprensión de las “otras” sexualidades y a poder establecer lo que es necesario tratar y es susceptible de ser tratado en una psicoterapia y lo que no es susceptible de ser tratado.
Sobre la base de mi experiencia y a mis lecturas, la homosexualidad en sí misma no suele ser una demanda terapéutica para un cambio de orientación sexual. Además, como señalaba José Luis Gomes el año pasado, la “American Psychiatric Association” retiró ya en 1974 a la homosexualidad de la clasificación de perversión, patología o desvío sexual. Sin embargo, sigue siendo considerada, en muchas ocasiones más como un síntoma que como una orientación u otra versión de la sexualidad masculina o femenina.
Es verdad que muchos homosexuales piensan que se debe ser heterosexual y se avergüenzan de serlo. También es cierto que algunos homosexuales y bisexuales establecen relaciones heterosexuales después de un tratamiento. Pero la mayoría conserva su identidad sexual con la misma intensidad con que los heterosexuales nos aferramos a ella.
La mayoría de las personas consideran que sus actos amorosos y su elección de objeto no son conflictivos sino que concuerdan con la representación que tienen de sí mismos y con sus deseos, aunque otros califican esas elecciones como perversas… En ese sentido creo, como otros muchos terapeutas, que la predilección sexual de una persona sólo es un problema a tratar en la medida en que provoca sufrimientos en el o la paciente.
También cuando se trata de otros guiones heterosexuales, el objetivo que guía mi trabajo no es el de llegar a la “normalidad”, sino el de ayudar a la persona a encontrar la forma más satisfactoria de crear relaciones significativas para él o ella, dado que generalmente lo que hace sufrir no es la forma de expresión sexual sino la dificultad para acceder al amor con otro significativo, igual o diferente, en un marco de respeto y tolerancia. Eso es lo que todos buscamos y las vicisitudes de la vida llevan a que los caminos puedan ser derechos o “desviados”, pero no es nuestra tarea juzgarlos o enderezarlos sino ayudar a encontrar el mejor camino posible para que cada uno encuentre su forma de amar.
El encuentro con el otro es la condición misma de la felicidad. Toda la vida es una tensión entre fusión y separación y ese es el escenario del nacimiento, de la construcción de la identidad separada y de la sexualidad. Primero descubrimos que somos uno separado de los otros, a los que sin embargo necesitamos para nuestra supervivencia. Luego que hay dos tipos de personas diferentes, y hemos de desvelar el misterio de esta diferencia anatómica y su significado. Tenemos que renunciar a ser uno con la persona amada y aceptar para siempre esa separación. Tenemos que renunciar a ser un ser completo, bisexual y aceptar que solo pertenecemos a un sexo y no al otro y en ese sentido somos incompletos. A la renuncia a pertenecer a los dos sexos y a poseer los dos tipos de órganos genitales, la integración de la diferencia, se suma la renuncia a poseer a los progenitores, la prohibición del incesto, que orienta el deseo sexual hacia el mundo exterior y desconocido.
Por fin, el conocimiento de la muerte impone un límite definitivo tanto para el tiempo como para los actos. Estas son las tareas de la infancia, en la que hay que encontrar la manera de integrar todos estos límites con todos nuestros impulsos y deseos que los contradicen y buscar soluciones a las dificultades que se presentan para ello. Deseamos y necesitamos a los demás, pero en la búsqueda de esas relaciones estamos condicionados por las vicisitudes de esas relaciones primeras. Como dice un autor argentino, más que libertad de elección, todos estamos en libertad condicional.
Las así llamadas perversiones son soluciones alternativas en la integración de los duelos de la infancia cuando la angustia durante esa etapa alcanzó dimensiones traumáticas. Utilizo aquí la palabra traumática en su sentido original de “experiencia que produce un aumento de la excitación en el aparato psíquico mayor del que el organismo puede gestionar, por lo que no es posible su elaboración por los medios normales o habituales, y da lugar a trastornos duraderos en el funcionamiento energético.” (Diccionario de Laplanche).
Desde este punto de vista, creo que resulta útil tanto para la comprensión teórica como por sus implicaciones en el tratamiento, reconocer el origen y los componentes traumáticos de las sexualidades llamadas perversas para entender sus mecanismos. Veamos, en la experiencia de Ana, cuyo caso voy a exponer, a qué me refiero.
Cuando Ana, de 25 años, se sentó frente a mí, lo primero que me llamó la atención fue su aire angelical y su profunda desolación. Era una niña que lloraba y lloraba mientras desgranaba una historia imposible de violencia, abusos, dificultad para determinar quién es su padre, incesto consumado con su hermano mayor cuando ella era una adolescente, consumo de drogas y un largo etcétera de situaciones traumáticas que ocuparon y determinaron toda su vida. Lleva tres piercings en la lengua, uno en el labio inferior, también me cuenta que tiene uno en cada pezón y otro en el ombligo y que cada perforación está asociada a algo que ha ocurrido en su vida y tiene un significado.
Sólo se tranquiliza y deja de llorar cuando le pregunto a qué se dedica. Me responde que ella es prostituta, como su madre. También estudia diseño en la universidad y cree que, cuando haya acabado la carrera, trabajará con ello. Sin embargo duda que deje de ejercer la prostitución, en lo que se considera una gran profesional y que asegura que es lo que le gusta ser. Hace pocos días me decía que en todo caso sólo podría dejar de ser prostituta si es diseñadora, ya que no concibe hacer un trabajo normal porque es como no ser nada; para ella ser, sencillamente, es algo que no existe.
Pero el tema que la trae a consulta, es que no consigue compatibilizar su profesión con la vida en pareja. Los novios no pueden tolerar su trabajo, asunto para ella bastante incomprensible, y aunque les oculte lo que hace o lo intente, las relaciones no prosperan, son tormentosas y plagadas de conflictos que la destrozan.
Ana tiene dos vidas sexuales, igualmente necesarias para ella, incluso complementarias, inseparables, como dos piernas, dos puntos de apoyo que sostienen el cuerpo para mantener el equilibrio. Si alguna falta, esta precariedad hace que rápidamente se derrumbe.
Para Ana es imposible la vida de pareja, que le proporciona protección, ternura, compañía y rutinas a cambio de entrega, sin el ejercicio de la prostitución que le proporciona la seguridad de su poder sobre el hombre en cada acto sexual, con cada cliente. ¿Poder qué? Poder controlarlo, manejarlo, dominarlo sin ser ella controlada, manejada, dominada. Poder sentirse fuerte, controlar la situación, tratarlo como a un niño, tenerlo en sus manos y verlo así, niño y juguete en sus manos, y no como a un monstruo amenazante y peligroso frente al cual se ha sentido indefensa, impotente, manipulada, utilizada, abusada. La mujer poderosa en la que se convierte con su disfraz de puta es el contrapunto de la niña impotente, desolada y perforada que fue utilizada y manipulada por todos en su infancia.
La prostitución tiene, además, un carácter adictivo. Independientemente del aspecto económico, Ana asegura que no puede prescindir de ello. Ana carece de figuras internalizadas que le proporcionen recursos psíquicos para tranquilizarse, para afrontar situaciones de tensión sin desbordarse emocionalmente, para reducir la angustia. Esta carencia de instancias materna y paterna aseguradoras, en las que se basan nuestros recursos propios para gestionar la vida emocional y su sustitución por las figuras amenazantes o imprevisibles que han presidido su infancia, la obligan a utilizar recursos externos, a saber, drogas y personajes en su ritual de dominación. Estos sustitutos de las figuras internas son vividos entonces como objetos buenos, dado que son ellos, drogas y prostitución, que le proveen los medios para tranquilizarse y canalizar los sentimientos de ira, ansiedad, miedo, aislamiento y depresión.
Por mucho que intelectualmente pueda entender lo “negativo” del uso de drogas y de la prostitución, la función que cumplen en su economía psíquica hace que los viva como buenos para ella o, como mínimo necesarios. “Cuando faltan las representaciones parentales aseguradoras con las que el niño debe identificarse para tranquilizarse a sí mismo en los momentos de desborde afectivo, más tarde, lo mismo que cuando era pequeño, buscará fatalmente en el mundo externo alguna solución a su falta de introyección de un ambiente que asuma el quehacer materno: recurrirá a la droga, la comida, el alcohol, el tabaco, los medicamentos… o actividades sexuales ritualizadas, para atenuar los estados de tensión dolorosa.”
Esta utilización de elementos externos que proporcionen recursos faltantes para la regulación emocional, subyace en todos los comportamientos adictivos. La necesidad compulsiva de repetir la escena sexual, en las personas con una sexualidad sintomática, puede incluirse en las conductas adictivas ya que cumple esta función de compensación. En este caso no es una sustancia sino una persona desconocida, un cliente. La condición de que se trate de un desconocido del que nada sabe, le facilita que no sea visto como persona sino como personaje, un actor en su escena sexual destinada a restablecer su sensación de integridad frente al peligro, que debe ser conjurado una y otra vez en el ritual de dominación. En esta escena, el miedo, el terror que le causa el recuerdo de la violencia de su padre, queda conjurado al conseguir que deponga el arma, el pene ya fláccido, el falo.
Pero el efecto tranquilizador de las sustancias o de los actos rituales es de corto alcance, lo que obliga a apelar a su repetición cada vez que aumenta la tensión, lo que le proporciona su carácter adictivo. Y la tensión producida por el miedo acecha a Ana en cada esquina, ya que ha carecido de protección suficiente. Cuando el miedo la asalta ha de hacer algo para tranquilizarse. A veces se queda simplemente muy quieta, fuma muchos porros, duerme, consigue no sentir, la cabeza vuela. Luego, la escena sexual le hace recuperar la sensación del cuerpo en condiciones que ella vive como seguras, dado que como prostituta ella fija las reglas del juego y, como gran profesional que es, consigue convertir al hombre agresivo en un gato blandito.
La rabia y el dolor del niño que ve que la madre no puede solucionar su sufrimiento físico o psíquico, son emociones que representan para el niño una amenaza de disgregación para sí mismo y de agresión hacia el otro. El acto sexual sirve para descargar esos afectos y para impedir la destrucción de la imagen de sí mismo o del otro creando la ilusión de un control omnipotente, infantil. En el escenario ritual, donde la fuerza, la dominación y la violencia pueden ejercerse como un juego, sin consecuencias, esto se actúa pero a la vez se mantiene encapsulado. Podemos decir que se violan las reglas pero a la vez se conservan otras reglas, las reglas del juego.
La utilización del otro en el acto sexual es, entonces, equivalente a la búsqueda de apoyo materno del niño cuando no puede con su angustia. Se trata de una relación de fuerte dependencia ya que la fragilidad interna necesita de esta ayuda de un modo inagotable.
Como su madre, madre y rival, esta es la solución que Ana ha encontrado para mantener su equilibrio. Cuando vuelve a casa limpia todo y se baña ella misma con lejía. No parece una buena solución. De hecho no funciona. O mejor dicho, ha dejado de funcionar y es entonces cuando Ana consulta.
Su actividad de prostituta, su estilo de vida a lo “Belle de jour”, como en la película de Luis Buñuel , me estrelló contra mis propios prejuicios. Prejuicios contra la prostitución, contra ese uso del cuerpo como cosa y del otro como cosa, en fin mis prejuicios y las explicaciones que yo me daba para apoyarlos. Y vuelta a las lecturas y al encuentro con la palabra perversión, con su carga moralizante, que no hacía más que abonar mis propios prejuicios. Pero no tuve más remedio que reconocer frente a mí misma que esta sexualidad “perversa”, sintomática, tenía la misma función que cualquier otro síntoma. Como toda solución de compromiso entre el impulso, su miedo y su rabia contra el padre y la madre, y la pobre defensa, no siento pero tanto no siento que ya no soy, el síntoma, el ritual sexual, era un intento de autocuración, de reducción de las fuertes tensiones agresivas impregnadas de excitación que encontraban en ese escenario una oportunidad para la descarga.
Frente a la amenaza de explosión agresiva o de disgregación de su sensación de sí misma, la solución de Ana le permite encontrar una vía que además le provee la identificación con la madre. Es como una película con final feliz, ya que al final todos se salvan. Ella misma, la madre que consigue calmar a la fiera aunque sea manipulándola, el padre que al fin deja el arma, paga, le provee de lo necesario y se va por la puerta como entró.
Como dice Stoller, y como demuestran tantos artistas, la así llamada perversión es también un acto de creación.
Discriminaciones sobre la perversión
La palabra perversión siempre me resultó chocante. Cuando me acerqué al Diccionario de la Real Academia de la Lengua para asegurarme de su significado, vi que no tiene solo un significado sino dos.
El primero que cita el diccionario tiene fundamentalmente un contenido moral: “Viciar con malas doctrinas o ejemplos las costumbres, la fe, el gusto, etc.”. Pero a continuación indica otro significado: “Perturbar el orden o estado de las cosas” que se aproxima algo más al tema del que estamos hablando. La solución sexual llamada perversa corresponde a otro estado de las cosas, un estado y un orden perturbado que ha dado lugar a una construcción también perturbada y diferente.
En las “Mil y una caras de Eros” Joyce Mc Dougall propone una nueva denominación para estas construcciones denominadas anteriormente “perversión sexual”. Refiriéndose a sus infinitas versiones, fetichismo, sadomasoquismo, etc, propone llamarlas soluciones neosexuales. Stoller se refiere a ellas como sexualidades sintomáticas o neurosis sexuales. Aunque no puedo aún fundamentarlo, yo las percibo como las sexualidades del trauma.
En cualquier caso, a falta de una denominación común a todos, ya que el término de parafilias no parece haber tenido éxito, creo que hay acuerdo en la necesidad de discriminar a qué llamamos perversión y a qué no. Porque la perversión existe.
Creo que debemos evitar la etiqueta peyorativa y moralizante de la palabra pervertido para las personas cuyos síntomas no se expresan en otros escenarios sino en el de la sexualidad.
Y de conservar la palabra perversión para designar las relaciones sexuales impuestas por un individuo a otro que no las consiente (violación física o de la intimidad) o que no es responsable por su edad o deficiencia psíquica. La indiferencia respecto a los deseos y necesidades del otro que no consiente esa relación impuesta definirían la actuación perversa. Para Robert Stoller es perverso aquel que no tiene inconvenientes en hacer sufrir a alguien que no consiente esa relación.
Como también señalan otros autores, actualizar esta definición tiene la ventaja de aproximarnos a las acepciones que se usan de un modo común a nivel social y evitar la utilización de esa etiqueta denigrante para designar todas las formas de sexualidad que se apartan del guión oficial. Coincide además, esa designación, con las acciones sexuales condenadas por la ley como atentados a la libertad personal y tipificadas como delitos tales como los abusos sexuales de menores, la violación, etc.
Nos toca distinguir, entonces, entre las actividades sexuales entre adultos consintientes y aquellas que no lo son para hacer una primera discriminación. Y separar por completo la perversión, definida como actos sexuales no consentidos, de cualquier acto sexual, por heterodoxo que nos resulte, entre personas consintientes que estén en condiciones de dar tal consentimiento.
Y por último discriminar también las formas de sexualidad sintomáticas, o sea las que revelan un conflicto de la persona con lo que hace que le produce alguna forma de malestar psíquico, de las variaciones sexuales, tanto si se trata de variaciones de orientación sexual como la homosexualidad o de guiones que se apartan del formato oficial que no producen conflicto y no son vividas como tales sino por los juicios de los demás.
La diversidad y la heterodoxia de las formas sexuales que traen nuestros pacientes, exigen también distinguir entre aquello que forma parte de la demanda terapéutica que el cliente vive como conflicto y lo que no es conflictivo para él, que lo vive como parte de su identidad, pero puede ser conflictivo para nosotros que lo tenemos clasificado como patológico.
Para avanzar en esta dirección quisiera comenzar por aclarar cual es, para mí el sentido de los síntomas. Desde la medicina, la acepción de síntoma es un trastorno que revela una enfermedad. En lo psicológico se refiere a un compromiso entre un impulso y una defensa que revela un conflicto. Pero lo que tiene de específico es que no se limita a revelarla sino a intentar darle una solución. Solución inadecuada, solución inestable en ocasiones, solución peligrosa, solución infantil. Podríamos seguir adjetivando. Pero lo central por ahora es que se trata de la búsqueda de una solución. Veamos otro ejemplo.
Hace tiempo presenté un caso de autolesiones, de una persona que en situaciones de tensión emocional padecía en consecuencia, un aumento de la tensión arterial, con el consiguiente malestar tanto psíquico como físico. Carente de mecanismos psicológicos y físicos que le permitieran reducir el estado de tensión, optaba por cortarse para sangrar, sangrado que si no se provocaba ella misma, al fin se producía espontáneamente un tiempo después. No repetiré aquí el estudio de este caso pero sí quisiera repetir alguna de las conclusiones.
Por paradójico que resulte, esta respuesta somática supone un intento de solución. Conociendo el efecto tranquilizador y reconfortante que la pérdida de sangre tenía para ella, las autolesiones que se producía abriéndose heridas en las piernas sólo tenían la intención de adelantar la descarga y reducir el malestar, evitándose pasar horas de angustia y desesperación esperando que el sangrado por fin sobreviniese.
Además, de este modo, en vez de verse reducida a la impotencia mientras el cuerpo, ese otro, se decidía a actuar; el hacerse sangrar le permitía ser ella misma quien toma la iniciativa de tranquilizarse, haciendo algo por sí misma. Es una medida que, aunque aparentemente está poniendo en peligro la integridad del individuo, en realidad está procurando preservarla.
Intento promover así otra manera de entender el significado y la finalidad de los síntomas y de la necesidad de entenderlos como soluciones infantiles a conflictos que producen emociones que no encuentran vías adecuadas de canalización. En ese sentido, son intentos de reducir el dolor psíquico y la ira producto de las numerosas frustraciones y dificultades que el ser humano encuentra en su interacción y en el proceso de construcción de su identidad como individuo y como individuo sexuado. Y, según indican diversos autores, son soluciones que tienden a perdurar toda la vida.
La sexualidad del trauma
El acto sexual es el escenario de mayor compromiso entre la fusión y la diferenciación. El acto sexual es un hecho real de contacto y de fusión corporal. Es lógico que sea allí donde todos, desnudos física y psíquicamente, comprometiendo nuestra estructura defensiva, pongamos en escena la manera que hemos encontrado para resolver las angustias acumuladas en todo el proceso de creación de nuestra identidad.
¿Cómo entregarse a otro en busca del placer de la completud, desmontando nuestras defensas, sin que se resuciten todas las dificultades que encontramos en la infancia y la adolescencia para construir esas defensas, para salir de la situación de indefensión, de la necesidad permanente del otro y sentirnos capaces de poder con nosotros mismos?
El encuentro sexual, más que cualquier otro terreno de las relaciones humanas, es un reactivador privilegiado de las ansiedades ligadas a los traumas universales que acompañan el crecimiento. En ese encuentro, abocados al descontrol y a la entrega como premisa para el goce, las ansiedades y temores que acompañaron a los traumas de la infancia vuelven a desplegarse. Buscamos el placer y para alcanzarlo, hemos de encontrarnos con nosotros mismos, incluidos nuestros miedos y dificultades.
Quizás podríamos calificar de patológico aquella situación en la que la sexualidad solo se ejerce como una evitación de la relación con el otro que es vivido como amenazante y por lo tanto anulado como tal otro diferente de mí. Es la condición de tomarlo como objeto casi inanimado, ignorando y renegando de sus sentimientos, deseos y necesidades que abre la puerta, también, al posible abuso. Cuando la sexualidad solo está al servicio de la confirmación narcisista y es una condición compulsiva de tal confirmación.
Lo que subyace en esta forma de sexualidad es, a mi modo de ver, una lucha de poder, representada una y otra vez en esa escena. Una lucha por la supervivencia psíquica frente a la amenaza de ser reabsorbido por la madre, o castrado o no reconocido como ser humano diferente por el otro. La escena sexual no es más que una reescenificación compulsivamente repetida de un acto de confirmación del derecho a la existencia y a la independencia personal cuando esta ha sido amenazada y el sujeto se ha sentido utilizado o negado como tal.
Aunque este conflicto, esta lucha por ser nosotros mismos es inherente a todos e impregna la sexualidad de todos, en la sexualidad traumática no es una búsqueda de placer su objetivo central, sino una necesidad de reparación del sí mismo, de la propia identidad rota, disociada o fragmentada.
Cuando el niño ha tenido que elaborar el descubrimiento de la alteridad, de la diferencia entre los sexos, de la exclusi’on de la pareja parental y de la ineluctabilidad de la muerte, los asuntos universales, en condiciones traum’aticas tal como lo definimos anteriormente, los caminos que encuentre seran naturalmente perturbados. O sea, que si en la búsqueda de un camino aceptable para canalizar sus impulsos, amor, rabia, frustración con sus potentes cargas libidinales, encuentra cargas externas inmanejables, como la violencia, la erotización de la relación o su manipulación para otras necesidades parentales, estas otras cargas están mas allá de la capacidad del niño de integrarlas, simbolizarlas y canalizarlas. Producen una ruptura en la construcción de la identidad y del yo incipiente del niño y buscan espacios y canalizacion por vias alternativas.
Si como dice Stoller la tarea infantil ya es una gran tarea en condiciones suficientemente buenas, cuando las condiciones no lo son y se impone una realidad traumática, las soluciones infantiles a los enigmas de la sexualidad serán, como mínimo, diferentes. Estas creaciones que se ejecutan en la realidad son tan ricas y complejas como las imágenes con las que quise acompañar mi exposicion. Aunque parezca tal vez una tontería, yo las contemplo como si fueran una creación artística y me dejo impregnar de su emoción porque eso me ayuda a luchar contra mis juicios y prejuicios. Y a recordar la cita de Anais Nin con la que José Luis introdujo su ponencia anterior, que dice que la única anormalidad es la incapacidad de amar. Yo resumiría diciendo que la única patología sexual es la incapacidad de amar.
Sobre esta base, la manera que cada uno ha encontrado para ser con el otro, las vías para poder estar con el otro son numerosas y merecedoras de ser exploradas y reconocidas. En mi comprensión, sólo calificaré de perversas las vías en que no se puede ser con el otro sino solo sin el otro y contra el otro.