El objetivo que me he planteado en esta elaboración es el de diferenciar dos tipos distintos de somatizaciones que me he encontrado en mi práctica clínica.

Lo que tienen en común los dos casos que voy a presentar es la utilización de mecanismos de regulación energética más allá del aparato muscular. Mecanismos que se desencadenan o se instalan cuando las defensas habituales se revelan insuficientes.

Lo que tienen de diferente es:

  • En el primer caso el mecanismo está al servicio de la represión, o sea de la necesidad de evitar que ciertas representaciones y los afectos ligados a ellas accedan de nuevo a la conciencia o, dicho de otro modo, que un impulso adquiera una carga energética suficiente como para convertirse en una emoción que, irrumpiendo en el aparato psíquico inerve, despierte, los recuerdos de situaciones dolorosas o amenazantes para el sujeto.

  • En el otro caso, el mecanismo no está al servicio de la represión para evitar la irrupción de contenidos. Los contenidos, o sea, las representaciones sencillamente no están, faltan.

Dice Joyce Mcdougall en Teatros del cuerpo: “la tarea del analista consiste en distinguir las fantasías reprimidas de aquellas que aún deben ser construidas puesto que no han llegado a entrar en el código del lenguaje antes de poder decidir si un síntoma corresponde a una problemática caracterizada por angustias neuróticas o si responde a angustias psicóticas”.

Antes de continuar quiero comentar que los modelos que me han dado los instrumentos para intentar comprender este tema han sido los expuestos por Lowen en el “Lenguaje del cuerpo”, Joyce Mcdougall en “Teatros del cuerpo” y los “Estudios sobre separación e individuación” de Margaret Mahler.

El caso en que me he basado para entender la primera configuración a la que me he referido es el de Pilar, puesto que ilustra de una manera particularmente clara los mecanismos de supresión del afecto y su dispersión en el organismo.

Lo que intenta evitar, y lo que ocurre cuando el mecanismo «falla», es que se desencadene un torrente emocional derivado de la imposibilidad de acceder al amor del padre debido a la interposición de la madre cuya voluminosa figura  supone, a los ojos de la niña, un obstáculo insalvable.

Pilar participa en un taller de introducción al análisis bioenergético. Un mes después, acude a mi consulta aconsejada por su médico homeópata que la trata de una amenorrea esporádica pero persistente desde la menarca. También tiene problemas de obesidad y un importante aumento del vello corporal que para ella es su preocupación mayor.

En la primera entrevista me cuenta todo esto y agrega que, después del taller estaba más receptiva y le vino la regla, circunstancia más bien excepcional ya que generalmente sólo le viene con medicación hormonal o, difícilmente, con medicación homeopática. En ese momento llevaba 2 años de amenorrea total.

De modo que, desde el primer momento, Pilar asocia, aún sin pensar específicamente en ello, el estar “más receptiva” y tener la regla. En relación a la terapia, dice que por un lado desea resolver sus problemas, o sea, tener la menstruación, pero que también tiene miedo a deprimirse. La fórmula que revelan sus asociaciones es: menstruación – receptividad – depresión.

También se refiere a la dificultad para entablar una relación de pareja estable pues siempre se enamora de “hombres que no puede conseguir”, (utilizo sus propias palabras). Desde la adolescencia la atraen  los novios de sus amigas e  incluso sin enamorarse de ellos, siempre acaba encontrándose en medio en las parejas de los demás.

En cuanto a su historia, me cuenta que su familia vivía en un pueblo  pequeño. En la misma calle se encontraban las casas de sus padres, sus abuelos y varios tíos. Ella fue la primera de una numerosa prole entre hermanos y primos que compartieron infancia en esa calle y añade que fue una niña muy deseada y festejada por toda la familia.

Describe a su madre como una mujer muy activa y trabajadora que cantaba mucho y tenía hacia ella una actitud cariñosa. Alguien que siempre está ahí, con quien se puede contar, aunque entre la dos haya problemas de comunicación.

Respecto de su padre,  en la primera entrevista, asegura no tener ningún recuerdo hasta los seis años. Tiene de él la imagen de un hombre serio, que la llevaba de la mano pero a quien ella veía anulado por la madre debido a su dificultad para expresar lo que lleva dentro. En el curso del trabajo recuerda que en realidad su padre trabajaba muchas horas y volvía a casa por la noche. A pesar de sus ruegos cotidianos a su madre para que le permitiera esperarlo despierta, solo recuerda una vez en que su madre se lo consiente y describe la excitación que sentía estando con su hermana y su madre sentadas en el salón esperando el retorno del padre.

La indiferencia, sólo salpicada por momentos de rabia, fue el signo de nuestro primer año de trabajo. Su mente se quedaba en blanco. Su mente y sus genitales se quedaban en blanco. Ese blanco era su manera de controlar lo que sentía. Pero a fuerza de controlarse ya no sentía o, por lo menos, no sabía lo que sentía. En sus recuerdos, sentir era sentirse rechazada porque, en palabras de su madre, agobiaba a la gente con la intensidad de su reclamo. De modo que se encontraba atrapada en la disyuntiva de no sentir o sentirse rechazada. Su propio mecanismo de control se le había escapado de las manos y la había dejado en blanco.

Lowen comenta en su descripción del carácter histérico que uno de los motivos por los que consultan  es que el mecanismo de control es demasiado eficaz. En la economía energética de Pilar, tal como ocurre en los caracteres genitales, estaba establecida la “oscilación pendular de la energía entre el cerebro y los genitales” o, dicho de otra manera, existe un yo fuerte que puede regular, dentro de ciertos límites, la producción y la descarga de energía. Pero el precio que paga es excesivamente alto: la anestesia emocional y el bloqueo mental junto a, en este caso, una deformación de los caracteres sexuales secundarios (vello, barba) y la imposibilidad de crear una relación de pareja.

Pero la comprensión acerca de la dinámica del mecanismo acaba de aclararse con la reaparición de la regla que se produce más de un año después del inicio de la terapia. En ese momento, Pilar decide hacerse un estudio hormonal para averiguar los motivos de su amenorrea. Para poder llevar a cabo el estudio, después de una fase inicial, le provocan la regla con medicación hormonal específica y ¡zas! todo el edificio de control se viene abajo como un castillo de naipes.

Llorando realmente por primera vez, Pilar me lo cuenta así: su ginecóloga le ha dicho que la producción hormonal a nivel hipofisario era normal pero que no llegaban a los ovarios. La explicación, reinterpretada por ella, era que las hormonas no llegaban a los ovarios, se perdían por el camino.

Es una extraordinaria descripción de su funcionamiento. Esta dispersión, estas hormonas perdidas, se debían a una dificultad para encontrar una orientación que estableciera, realmente, la función genital. Carentes de mensajes hormonales, sus ovarios, sus genitales, permanecían inactivos, dormidos, evitando así cualquier excitación.

Pero la medicación “despertó” a sus ovarios, los puso de nuevo en acción, la excitación se produjo y con ella la emoción ausente. Allí estaba el dolor de la niña esperando vanamente a un padre que ella siente que nunca llegó y activando la rabia por sentirse rechazada y no amada sin razón. Esta escena se recreó, además, en la realidad, al sentirse Pilar enamorada de un hombre ausente en ese momento y que ya tenía otra pareja.

Creo que es importante tener en cuenta que la intensa sensación de daño que se experimenta se debe, como dice Lowen, a que la frustración del impulso sexual no es vivida por la niña como una negación de la genitalidad sino como un rechazo del amor en toda su amplitud. Pero visto que estas significaciones están ligadas al impulso sexual, es allí donde se dirige la represión.

La manera en que la excitación genital se mantenía a raya no era reduciendo el nivel de producción energética sino desconectando la zona genital. Pero esta desconexión  provocaba una insuficiencia genital asociada a una insuficiencia psíquica. Lowen explica que una no existe sin la otra. Cito: “el proceso supone una restricción en cada extremo de la oscilación. Si la producción energética es elevada, esta disminución en los extremos de la oscilación sólo puede tener lugar si la energía es desviada a otras zonas distintas del córtex o del aparato genital dando lugar a ciertos procesos somáticos anormales”.

Hasta ahora he hablado de esos procesos somáticos anormales derivados de los mecanismos de represión. Pero hay otro tipo de insuficiencia psíquica, una insuficiencia en la capacidad de contener las emociones en general, ya no sólo la excitación sexual sino también otro tipo de excitación. O sea, que ya no estamos hablando de una falla referida a la resolución del Edipo, a los mecanismos de gestión de la excitación genital sometida a un control más o menos rígido, y que se refiera a la construcción de la identidad sexual; sino a una falla que se remite a los tiempos de la adquisición de la contención a través de la estructuración de unos límites corporales.

Una de mis mayores dificultades, aquella que más me ocupa tanto en mi trabajo como en mis estudios, es la de llegar a tener una filmación completa del desarrollo psicosomático del ser humano. Quizás alguno de vosotros comparta conmigo esa dificultad. Intento descubrir la génesis, el proceso por el cual el bebé ha llegado a convertirse en este adulto y de qué manera los hechos e incidencias de su vida de relación han dado lugar a esta específica organización y/o desorganización psicosomática.

De momento, y dada mi sensación de carecer de un modelo completo de referencia, pues a mi puzzle o película aún le faltan trozos, me limito a intentarlo a sabiendas de que mis hipótesis contendrán errores.

En su libro “Teatros del cuerpo”, Joyce MacDougall se plantea aproximadamente estas preguntas: ¿Cómo consigue un niño pequeño adquirir una representación de su propio cuerpo y tomar conciencia de que este cuerpo es únicamente suyo? ¿Y cuáles son las consecuencias cuando esta apropiación psíquica no se efectúa verdaderamente?

-¿ Cómo se convierte la identidad sexual en una representación psíquica segura, y qué es lo que permite adquirir la convicción de que nuestro aparato genital es también una posesión personal y única, convicción afianzada por la certeza de que no es, por ejemplo, propiedad de los padres?

-¿ Y la psique, en todo esto?  ¿Cómo consigue comprender el niño que su mente es la cueva del tesoro de la que es único propietario, disfrutando con pleno derecho de los pensamientos, los sentimientos y los secretos íntimos que contiene?”

Y se responde: “Desde Freud, disponemos de modelos tópicos y económicos de la organización edípica, en sus vertiente fálico genital, que no cesan de enriquecerse en sus aplicaciones clínicas y teóricas. Hemos adquirido, en lo que va de siglo, una mayor comprensión de los conflictos y los tropiezos en aquellas fases de organización y de estructuración mental que pueden crear neurosis y perversiones.”

“Pero nuestros conocimientos son mucho menores en lo referente a la estructuración precoz de estas representaciones, las infraestructuras pre-edípicas que se perfilan, por ejemplo, tras las organizaciones psicóticas y psicosomáticas.”

Traspuestas estas preguntas y respuestas a nuestro modelo y a nuestro campo de trabajo que incluye nuestro conocimiento acerca de las pautas de organización psicosomática de los caracteres neuróticos y de las organizaciones genéricamente denominadas “narcisistas”, yo he tenido la impresión de que  en cuanto atravesaba la barrera muscular con sus tensiones y bloqueos para adentrarme en los mecanismos de regulación internos,  debía aprender a descifrar otro lenguaje, abrirme a recibir otros mensajes, otro código.

gota hoja

El primer impacto que recibí de él fue a través del siguiente caso. Una joven de 24 años fue traída por su madre, hace ahora tres años, para iniciar una terapia. No voy a entrar en detalles de su historia, sólo aclarar que se trata de una psicosis infantil llevada adelante sin tratamiento alguno, aunque había asistido a un colegio de educación especial.

Sometida a situaciones de stress, por lo demás bastante frecuentes dada su situación familiar, su recurso para tranquilizarse era cortarse con una hoja de afeitar, produciéndose tres heridas que sangraban abundantemente.

Pasado algún tiempo, dejó de cortarse ella misma. Pero el sangrado seguía siendo el único modo de descarga. Cuando el nivel de tensión interna sobrepasa un cierto límite, sangra espontáneamente por la nariz o, raramente, por los oídos y esto le ocurre desde muy pequeña. Simplemente estallan los capilares debido al aumento de la tensión arterial producido por el binomio tensión emocional extrema-parálisis total. Después del sangrado se tranquiliza y se duerme.

Ella llora lágrimas de sangre. Cada vez que situaciones externas sometidas a su interpretación o incluso, signos internos desencadenados por hechos que para ella resultan significativos, la “anulan” o la “borran”, según sus palabras, se pone en movimiento un volcán en su interior fortificado.

Ella se queda muy quieta, si puede o se agita por la habitación caminando de un lado al otro, sobreviene un fuerte dolor de cabeza y al cabo de pocas horas en esta situación se produce la temida y a la vez ansiada explosión en el interior de su cabeza y la sangre comienza a fluir. Y cual fénix resurgido de sus propias cenizas, comprueba que la implosión no la ha matado, que no ha sido “borrada”, en definitiva, que sigue existiendo, y se tranquiliza, agotada, con el volcán aplacado en su interior.

Da la impresión de que le falta todo. Aterrorizada y enfurecida por la sensación de que su propia existencia está en peligro, sintiéndose inexistente para su madre o su hermana; se encuentra atrapada entre la parálisis del miedo y la necesidad de controlar una violencia vivida como arrasadora e incontrolable. Pero le faltan palabras para expresar y sobre todo falta toda referencia interna de la función maternal a la cual acudir que le dé argumentos contrarios a la amenaza y medios para tranquilizarse.

En esta situación sólo queda el cuerpo y sus mecanismos más primarios de regulación, para garantizar, incluso a través de la implosión, la continuidad de la vida. Mi fantasía, la mía, es que su sangre cumple para ella una función maternal además de garantizar la descarga de la excitación.

Cálida, su sangre, cuando la siente en el contacto con su piel, garantía de tranquilidad posterior, introducción al sueño, yo imagino al bebé acunado en los cálidos brazos de una madre que calma, cuando difusas sensaciones de displacer vinieron a perturbar su sueño.

Dice Lowen, en “El Lenguaje del cuerpo” que: “todo trastorno emocional es fundamentalmente una reducción de la motilidad. La propia palabra emoción significa movimiento hacia afuera. En los organismos superiores hacia fuera es sinónimo de descarga. Toda alteración emocional implica un bloqueo del flujo de energía hacia los órganos de descarga entre los que los genitales ocupan un lugar destacado.

Cuanto más periférico es el bloqueo, menos gravedad reviste el trastorno. Cuando está localizado en un lugar más central tiende a ser más grave.”

Pero para que la descarga pueda producirse, no sólo es necesario que pueda atravesar el bloqueo, sino que encuentre una orientación hacia los órganos de descarga, en palabras de Lowen. En ausencia de una instancia psíquica organizadora, el yo, que pueda sentir, contener y orientar la carga hacia tales órganos y gestionar el movimiento energético, la energía del impulso, una vez llegada a la cabeza se encuentra allí atrapada, carente de elaboración y dirección, provocando finalmente la implosión interna. Nos encontramos, en este caso, ante lo que los médicos diagnostican como “hipertensión esencial”.

Pero esta explicación sólo da cuenta del aspecto económico del funcionamiento tal como se presenta en este caso.

La  pregunta es: ¿qué es lo que desencadena en ella tal reacción? La amenaza a la que constantemente se enfrenta con tan pocos recursos es a la de ser anulada, o sea, convertida en nada.”Es un conflicto sobre el derecho a existir… Las angustias están entonces ligadas al temor de perder la identidad subjetiva, o incluso la vida.” dice Joyce Mcdougall.

En un curso al que asistí hace un par de años, Frank Hladky nos explicaba, con una sencillez que más tarde me resultó conmovedora, que lo que todo ser humano necesita para crecer son estas pocas cosas: sentido del propio espacio y de sus límites que sólo se puede adquirir a través del apoyo y del contacto. Para poder, luego, estar sobre los propios pies sintiendo que la tierra sostiene nuestro peso; lo que llamamos enraizamiento. Esto nos permite aprender a decir no y a la vez, a buscar apoyo cuando lo necesitamos. A partir del sentimiento de uno mismo como persona, basado en este respaldo, la identidad subjetiva se especifica aún más para adquirir una identidad de género, una identidad sexual.

Siguiendo esta línea, la sensación de existir esta indisolublemente ligada para el bebé a la posibilidad de experimentar sensaciones de fusión con la madre a través del contacto y también la sensación de separación, alejándose de su cuerpo y explorando ese espacio que se crea entre uno y otro pero sostenido por ella. Luego dirige su atención al mundo que se encuentra más allá del espacio dual.

Pero para que esta oscilación pueda producirse sin angustia, es necesario que la madre pueda interpretar de un modo suficientemente adecuado las necesidades del bebé y darle un significado a sus sensaciones internas a la vez que lo protege de estímulos externos frente a los cuales no puede aún defenderse.

Pero debemos tener en cuenta que la interpretación materna de estas necesidades está teñida por las propias sensaciones y sentimientos de la madre en relación a su bebé. Lo que el llanto del bebé o el hecho de amamantar signifique para la madre incidirá en su respuesta emocional y en el significado que ella dé a cada situación.

Joyce Mcdougall dice que La primera realidad exterior de un bebé está constituida por el inconsciente de la madre, en la medida en que esta impone la calidad de su presencia y el modo de relación con el lactante. La madre es quien asume en primera instancia la función de aparato de pensar de su hijo.

Es en este entorno relacional que el bebé va construyendo las primeras representaciones que dan significado a sus sensaciones. Pero cuando el inconsciente materno obstaculiza la escucha de las necesidades del bebé, el niño pequeño se ve frenado en su intento de construir, lentamente, en su interior, la representación de un entorno maternizante que proteja y que consuele. También se le negará forzosamente la posibilidad de identificarse un día con esta “madre interna”; esta falta de imagen protectora interior persistirá hasta la edad adulta y durante toda su vida”.

Sólo en la medida en que esa imagen es internalizada y que los mecanismos de protección y las formas de contención y descarga van siendo reconocidas como propias  fundando un yo, el niño podrá separarse y diferenciarse de su madre reconociéndola como otra.

Se trata, por lo tanto de una comunicación primitiva entre el bebé y su madre que se produce en términos de comunicación somática-interpretación psíquica. Cuando una falla en esta comunicación se ha producido, cuando un exceso de carga no ha encontrado imágenes y palabras que orienten hacia una descarga adecuada, nos encontramos ante esa insuficiencia psíquica, ese vacío de significación, ausencia de palabras y mecanismos psíquicos que nos remiten a la comunicación somática primitiva.

Pero si seguimos este razonamiento en términos bioenergéticos de identidad funcional psicosomática, esta falta, esta ausencia la encontraremos por igual en el cuerpo en términos de ausencia de unos mecanismos de contención adecuados a nivel de la musculatura voluntaria, aquella que el yo utiliza para regular la contención y la descarga de excitación. Esa ausencia de “madre interna” que decodifique las excitaciones nombrándolas como miedo, pena, dolor, rabia o alegría y que indique un camino para la acción o no acción y postergación y señale unos medios para hacerlo.

Si me atrevo a identificar al yo y sus mecanismos de defensa con todo el aparato muscular voluntario y la piel que regulan el acceso a la motilidad, el intercambio con el mundo externo y la definición de los límites corporales, podría decir que toda falla en la estructuración del yo, en el sentido de aquello que no pudo ser integrado por el yo, no puede ser regulado por él a través de sus mecanismos en el aparato muscular y su expresión y regulación se encuentran en el interior del cuerpo.

En el segundo caso que he planteado, la carencia de recursos para elaborar angustias psicóticas, y de una organización que permita regular y canalizar la ansiedad producida por ellas, sólo permite la aparición de un mecanismo de regulación interno, primitivo, poco sofisticado. Aumento de tensión interna, aumento de tensión arterial, explosión de capilares, sangrado. Como un río que de pronto recibe lluvias torrenciales que aumentan su caudal y que en ausencia de otras direcciones hacia las cuales canalizarse, choca contra un dique hasta romperlo en su punto más débil.

La musculatura de su torso se halla bloqueada con extrema rigidez, el cuello fijado, los brazos se sostienen mutuamente apretando el pecho o cuelgan desmadejados si se le pide que los suelta; las piernas, torpes, aciertan con dificultad a mantener la dirección y tropiezan con frecuencia. El espasmo muscular crónico, que constituye su habitual sistema de control de lo interno mientras sus ojos que nunca he visto pestañear intentan controlar lo exterior, hace que, colocada en una situación de stress, la musculatura no pueda absorber el incremento de tensión ni utilizar el aparato motor ni genital para la descarga. Sólo quedan las venas.

Hay un aspecto que quiero destacar, por paradójico que resulte: esta respuesta somática supone un intento de autocuración. Conociendo el efecto tranquilizador y reconfortante que la pérdida de sangre tenía para ella, las autolesiones que se producía abriéndose profundas heridas en las piernas sólo tenían para ella la intención de adelantar el proceso, evitándose pasar horas de angustia y desesperación esperando que el sangrado por fin sobreviniese.

Además, de este modo, en vez de verse reducida a la impotencia mientras el cuerpo, ese otro, se decidía a actuar; el cuchillo le permite ser ella misma quien toma la iniciativa de tranquilizarse haciendo algo por sí misma.

He traído este caso, quizás un poco atípico en relación a la temática aquí planteada, porque creo que es muy importante, tanto desde el punto de vista clínico como técnico, tener en cuenta que toda somatización no es sólo un mensaje que se nos transmite en otro idioma, aquel que se caracteriza precisamente por la ausencia de palabras, sino un intento que, poniendo incluso en peligro la integridad del individuo, está procurando preservarla.